Tess de D’Urberville by Thomas Hardy

Tess de D’Urberville by Thomas Hardy

autor:Thomas Hardy [Hardy, Thomas]
La lengua: spa
Format: epub
Tags: Novela, Drama
editor: ePubLibre
publicado: 1890-12-31T16:00:00+00:00


XXXII

Aquella actitud penitente la cohibía para fijar el día de la boda. Y llegaron los primeros días de noviembre sin que aún hubiera resuelto nada, a pesar de las instancias de Ángel. Parecía ser el vivo deseo de Tess prolongar indefinidamente el noviazgo y que todas las cosas siguiesen como estaban.

Empezaba a cambiar el aspecto de los prados, pero todavía era la temperatura lo bastante templada en las primeras horas de la tarde, antes del ordeño, para dar un paseo por los campos, aprovechando el ocio que en aquella época del año dejaban las tareas de la lechería. Tendiendo la vista por el húmedo césped en dirección al sol vislumbraban los jóvenes una brillante estela formada por los filamentos de las orugas, semejante al rielar de la luna sobre el mar. Los cínifes, ignorantes de su gloria fugaz, cruzaban la franja luminosa de la senda y lanzaban el mismo fulgor que si estuvieran ardiendo, aunque al trasponer la línea de la sombra se extinguían por completo. En presencia de aquel espectáculo recordaba Ángel que aún no había resuelto la fecha de la boda.

Otras veces le planteaba la cuestión por la noche, mientras la acompañaba a algún recado, urdido por la señora Crick a fin de brindarles esa oportunidad. Las más de las veces servía de pretexto una excursión a las dependencias de la montaña, con objeto de inquirir cómo iban las vacas preñadas en el establo de paja en que tenían su encierro. Porque en aquella época del año sobrevenían grandes cambios entre la población vacuna. Todos los días tenían que enviar no pocas vacas a aquel aparejo, donde vivían sobre la paja hasta que nacían los ternerillos, después de lo cual, y tan pronto como podían andar las crías, volvían éstas y sus madres a la lechería. Mientras no se vendían las terneras, había muy poco que ordeñar, pero una vez separadas las crías reanudaban las mozas su faena habitual.

A la vuelta de uno de aquellos paseos nocturnos llegaron una vez los jóvenes a una meseta suspendida sobre los torrentes, donde se entretuvieron escuchando. El agua alcanzaba allí su máximo nivel, rebosando de las esclusas y mugiendo bajo las rústicas atarjeas; los más insignificantes arroyuelos corrían desbordados; no había atajo posible ni vado practicable, teniendo los peatones que seguir los caminos ya trazados. De toda la extensión del invisible valle llegaban hasta los jóvenes profusión de rumores, sugiriéndoles la impresión de tener a sus pies una gran ciudad, cuyos habitantes con su vocerío levantasen aquel fragor.

—Parece como si hubiera ahí cientos de miles de personas —dijo Tess—, mucha gente en los mercados, discusiones, disputas, discursos, llantos, rugidos, plegarias y maldiciones.

Ángel no puso atención en sus palabras.

—¿Te ha dicho hoy Crick que durante el invierno le va a sobrar gente?

—No.

—Las vacas se le están secando.

—Sí, ayer fueron a la paja seis o siete y tres anteayer, de modo que ya hay allí más de veinte… Pero ¿quieres decir con eso que el amo ya no me necesita? ¡Dios mío! ¡Ya



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